¡Feliz Miércoles Santo!
Os comparto hoy un fragmento de la novela correspondiente e a este día procesional. Nos adentramos en el futuro, año 2027. Sergio tiene 45 años. ¡Disfrutadlo!
Encontró a Jesús Nazareno, titulado «El Rico», en calle Molina Lario. Acababa de hacer efectiva la liberación del preso. Esta bula de Carlos III había generado un acalorado debate social y político con repercusión nacional en los últimos años. La secularización de la sociedad y la cada vez más normalizada convivencia entre las distintas culturas presentes en la sociedad española habían provocado que, desde muchos sectores e instituciones, se considerara un privilegio anacrónico e injusto, y existían importantes presiones para acabar con él. La tradición, no obstante, seguía imponiéndose, respaldada por gran parte de la sociedad, cada Miércoles Santo en la plaza del Obispo.
El indultado se encontraba delante del trono. De él solo podía advertir unos grandes y almendrados ojos verdes bajo la túnica. Caminaba sereno, procurando discreción, pero en sus movimientos se intuía la alegría de sentirse de nuevo libre, la felicidad de volver al fin a ser dueño de su propia vida y dirigir sus pasos hacia donde su corazón —esta vez con la razón como guía— quisiera orientarlos. Y en su mirada podía leerse también el agradecimiento hacia ese Cristo de pelo natural y ensortijado y túnica malva hacia el que se volvía continuamente.
Sergio, entre el público, lo observaba reflexionando sobre los muchos tipos de cautiverio que existen: la privación de libertad es uno de ellos, pero la enfermedad quizás lo sea aún más. Se produce además sin merecerla, sin tener culpa alguna por la que cumplir penitencia y, en la mayoría de las ocasiones, sin poder hacer nada por evitarla. Y la enfermedad incurable, como la que sufría su padre, no tenía indulto posible, por lo que la muerte suponía el triste final de la condena.
Sergio miraba al Cristo con resignación al son de una marcha procesional. Tan ensimismado estaba que no se percató de cuál era. Se lamentaba de no poder ni siquiera rogarle nada, de no poder pedirle ayuda, pues solo un milagro podría obrar una solución, y sabía que era demasiado osado, a la par que iluso, rogarle al Nazareno que «indultara» a Guillermo de su enfermedad.
Mientras el cuerpo de nazarenos de la Virgen pasaba ante él y en sus retinas se quedaban grabadas las cruces de Santiago de las túnicas y el suave contoneo de sus capas, Sergio seguía dando vueltas a esa última imagen de su padre echándolos de la habitación fuera de sí.
Inmerso en sus tristes pensamientos, perdió por unos minutos la noción del tiempo y, cuando levantó la vista, encontró inesperadamente ante él a la Virgen del Amor.
—¡Qué palabra más bonita! ¡Y cuántos significados distintos ha tenido a lo largo de mi vida! —decía para sí mismo.