¡Feliz Domingo de Ramos!
Os comparto un fragmento de “Vidas de Pasión” relativo a este primer día de la Semana Santa. Corresponde al año 1991. Sergio cuenta con 9 años y vive la jornada procesional con la ilusión propia de la infancia. Como se hará también en días posteriores, se ha omitido una parte, expresándolo con la fórmula (…) para evitar hacer spoiler a quienes. Espero que lo disfrutéis y, si lo deseáis, que lo compartáis con quienes puedan estar interesados. También lo encontraréis en la página de la novela en Facebook y Twitter.
Mientras madre e hijo bajaban por calle Guerrero para alcanzar la puerta de la Iglesia de San Felipe, la bajada del Sol y el leve, aunque perceptible, descenso de la luz transformaban el entorno en algo aún más sombrío de lo habitual. Para Sergio, esto proporcionaba un aire místico e intimista que creaba la atmósfera adecuada para conocer a aquel Cristo que, según su abuela, contaba con una procesión bastante seria. A Paz, por el contrario, esa penumbra le impedía liberarse del malestar que se había apoderado de ella.
Las inmediaciones del entorno de San Felipe se encontraban ya abarrotadas de público y les costó encontrar un hueco en el que no molestaran a nadie. Finalmente, lo consiguieron y además casi frente a la puerta del templo.
—¡Aquí lo vamos a ver muy bien, mami! —le dijo Sergio entusiasmado justo en el momento en que se abrían las puertas—. Estamos entonces ante un momento histórico, ¿verdad? —preguntó entrecerrando los ojos, con la mano en el pecho y con una vehemencia que resultó hilarante para el público que se encontraba a su alrededor.
Paz, sin ánimo para reírse, asintió con la cabeza intentando disimular su tristeza. Se había esforzado por concentrarse en la procesión y en lo mucho que sabía que estaba disfrutando su hijo, pero no podía apartar de su mente las imágenes que había recordado, siempre le resultaba muy difícil hacerlo, y no era extraño que uno de esos recuerdos pudiera arruinarle la tarde completa. El niño, lejos de percatarse de ello, giró la cabeza y admiró con detenimiento y entusiasmo la cruz-guía, que acababa de cruzar el dintel de la puerta.
(…)
Durante todo el tiempo en que ella se encontraba ausente, mientras presenciaban aquella primera salida del Señor de la Salutación como cofradía agrupada, Sergio también lo había estado a ratos, pero no había viajado al pasado, sino en el futuro. Se imaginaba a sí mismo como alguien muy importante dentro de aquella cofradía: se veía como nazareno, como capataz, portando el trono… No se le escapaba un detalle. Era la primera vez que presenciaba una salida y estaba atento a los nazarenos, a su procedencia desde el interior de la iglesia. «¿Cabrá el trono por la puerta?», se preguntaba tratando de hacer las mediciones mentalmente.
Y entonces ocurrió. Cerrando aquel primer año la jornada del Domingo de Ramos, un Cristo de túnica morada y gesto desgarrado —que, como bien le había explicado su abuela, acaba de plasmar su faz en la sábana sagrada—, se hacía a las calles de Málaga en un modesto trono caoba, únicamente acompañado en una esquina por una imagen de la Santa Mujer Verónica; el sol del atardecer aún se resistía a ocultarse, dejándoles tiempo de contemplar la imagen antes del ocaso.
Una silente solemnidad, que esta hermandad iría abandonando progresivamente en los años posteriores, embargaba aquel entorno del barrio de El Molinillo. Los ojos de Sergio recorrían el trono desde el extremo de la cruz hasta los relucientes zapatos de los portadores. No quería perderse ni un solo detalle y sentía un cosquilleo en el estómago cuya intensidad pocas veces volvería a repetirse. La profundidad de los ojos de aquella imagen cristífera consiguió atraparle y, como si del verdadero Jesús se tratara, el niño entabló un diálogo con Él, que duró hasta que el trono quedó oculto a su vista tras los muros de la iglesia.
Sergio estaba descubriendo a fondo la Semana Santa y disfrutaba con lo que sentía, sin saber aún por qué le reproducía tanta felicidad; pero, a la vez que disfrutaba del momento, tampoco podía dejar de pensar en lo que vendría después, y eso lo llenaba aún de mayor ilusión.
—Mamá, que ya se ha ido —dijo Sergio tirándole de la manga para no perder ni un minuto y sacándola de sus pensamientos—. Mamá… Mamá, ¿por qué lloras?
—No, no lloro —respondió ella mientras se frotaba los ojos y forzaba una sonrisa—. Es el incienso, que me escuece los ojos. ¡Venga, que ahora tenemos que ver el Prendimiento con papá y la abuela! ¡Esa creo que es la de nuestro barrio, la de Capuchinos! ¡Vamos, que se nos va!
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